INFINITA CLARA

sábado, 30 de agosto de 2008 en 20:32

No podía ser que le diera espacio a esa congoja tan acentuada, como cuando se despide en el andén a alguien muy querido y se reprime el llanto hasta que se ha marchado.

Clara se consideraba lectora empedernida. El libro le había cautivado quizás más que otros, por ese sentimentalismo casi femenino del poeta y por lo mismo al leerlo sintió que parte de su ser estaba ahí. Sin embargo, le parecía a ratos exagerado, le sobrepasaba su propia sensibilidad, hasta llegar a lo empalagoso. Libro reliquia, amarillento, tal vez de edición única.

Disfrutó la obra a solas, como suele hacerse. Asistió a un Club Privado y la llevó, almorzó en su compañía. Tuvo que ausentarse de la ciudad en varias ocasiones pero, lo incluía en cada viaje. Antes de dormir eran unas líneas del volumen que la tranquilizaban para conducirla suavemente a un estado de descanso perfecto. Al despertar era una acicate, un estímulo que la hacía saltar con agilidad desconocida de la cama, antes de ir a sus clases en el Liceo de Niñas de Concepción.

El texto en sí no contaba grandes maravillas, todo era conocido, ahondó en las penurias, pequeños logros literarios, la llegada lenta del éxito, observaciones y reflexiones que apuntaba en sus paseos por Europa, las cartas que enviaba a su esposa, Clara Rilke, desde el año 1902 adelante, otras dirigidas a Rodin, el escultor, al pintor Zuloaga, a gente notable de la época.

Expiró el plazo del préstamo del libro, con desazón lo devolvió, como si tuviera pendiente fotocopiar algo importante y que nunca más encontraría, o bien anotar las páginas a su entender, relevantes o finalmente, obviando la carestía y la dificultad de encontrar una edición como esa, buscar el ejemplar en el comercio y comprarlo. En todas estas cavilaciones demoró más de la cuenta en la entrega.

Esa noche sintió un vacío. No extrañaba la trama entretenida, como ocurre con las novelas que hacen olvidar completamente todo, hasta que llega el momento de volver a la realidad y se hace imperativo aprehender de nuevo el yo. No, era un curioso sentimiento de pesar, de extrañar a alguien con quien se ha sintonizado perfectamente, una sensación indefinible de paz muy cercana a la felicidad beatífica. Lo que sentía ahora, le provocaba un agudo desacomodo espiritual, un desajuste, como cuando nos falta una o dos piezas para completar el puzzle más fácil.

Ese alguien o ese algo inefable, inasible, estaba mudo como un fantasma, muerto de nuevo, aunque por razones de este mundo no podía ir a recuperarlo y le sobrevino una acentuada aflicción. Buscó la ventana con inquietud y miró el cielo, luego divisó entre los árboles más allá del horizonte, el infinito, donde ella, Clara Rilke, extrañaba a RAINIER y esperaba que la ventana le anunciara en cualquier momento la llegada del tren que venía desde la costa de Europa.

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